Luqui y la Mari

Ayer había quedado en L’Illa con una amiga y pillé el 7 para ir hasta allí. A las tres paradas bajó la chica que ocupaba el sitio a mi izquierda, así que aproveché su marcha para sentarme en el asiento que estaba a lado de la ventanilla. Enseguida, una señora ocupó el que yo había dejado de calentar. Aparté la mirada del tránsito de la hora punta y me percaté que la señora que había subido en la parada de Diagonal con Passeig de Gràcia traía una mochila de esas que llevan los niños al cole, las que se pueden llevar a la espalda pero también se puede arrastrar cual carrito de la compra.

La mujer obviamente no salía de clase y fue entonces cuando me percaté que la parte superior de la maleta estaba formada por una malla entrelazada, lo cual permitía respirar a la pequeña criatura que habitaba su interior.

Para mi sorpresa, exclamé en voz alta » anda, pero si hay alguien dentro de la mochila».

Debo intentar controlar mi verborrea. Ya no soy consciente cuando mis pensamientos abandonan mi boca. Debe ser de tanto decir lo que pienso, siento y deseo que ya no me callo nada.

Debería tener más en cuenta la advertencia que toda madre da a sus polluelos cuando parten solos de casa: «no hables con extraños». Lo que me queda claro ahora es que de lo que realmente nos advierten nuestras mamás es de las personas extrañas, raritas.

Y es que en ese mismo instante comenzó una escena rara, extraña, bizarra en la cual yo sólo me podía reír y seguirle la corriente a mi compañera de viaje.

Al referirme a su mascota, la mujer aprovechó para sacar al terrier de su encierro y presentármelo: este es Luqui. Así es como lo pronunciaba ella: «Luqui».

Admiré la mochila-carrito que transportaba al animal y por supuesto, al propio animal,  y sin dudarlo, la orgullosa propietaria me narró la historia de cómo Luqui compró su propio transportín.

Yo ya estaba visualizando a Luqui como a Pancho, el perro que en los anuncios de la tele gana la lotería y deja tirado a su dueño, para dejarse acariciar por voluptuosas féminas al borde de una piscina. Yo me imaginaba a Luqui tirando de veta sin inhibiciones en cualquier establecimiento de la parte alta de la ciudad condal. Disfrutando de una vida de perros, pero de la buena.

La voz de la Luqui-propietaria me devolvío a la realidad del autobús y a la fantástica historia de la compra de la mochila: pues un día andaba ella paseando por el Corte-Inglés cuando su perrito se quedó clavado en el puesto que ahí tienen para el avituallamiento de animales de compañía.

Por lo visto, el animal se quedó prendado de la mochila y ya no quiso moverse de allá. Su dueña cedió ante los tirones de la correa y Luqui corrió a esconderse dentro de la mochila. Y como un niño pequeño que chantajea a su madre para que le compre la chocolatina que cuelga en la linea de cajas de cualquier supermercado, Luqui consiguió su transportín de última generación. No me cabía duda que a ese animalito le concedían todos sus caprichos, no había más que verle.

Tere, amiga de la Luqui-propietaria acudió esa misma tarde al centro comercial para adquirir la última mochila que quedaba a la venta. Su mascota no iba a ser menos que la de su amiga. Ambas la adquirieron por 24 Euros, lo cual ya me parece un precio bastante alto para llevar a un perro de paseo, tarea que puede llevar a cabo perfectamente sobre sus cuatro patitas. Pero lo que me pareció una barbaridad fue que los siguientes transportines se vendieran por 60 Euros. Esto es lo que me aseguró la dama del perro. Lo cual ya me hizo dudar de la veracidad de toda la historia.

Pero no osé llevarle la contraria, ya que en esos momentos el chucho se encontraba sobre mi bolso nuevo que reposaba sobre mi regazo.  Y no me atreví, porque en esos instantes,  yo ya estaba escuchando la siguiente hazaña de este temible can, en la cual, éste se meaba donde fuese si no le concedían todo lo que él quisiera.

Instalado encima de mí pues, su dueña aprovechó para atusarle el pelo y recolocarle unas pinzitas que le despejaban la visión. 20 Euros costaba cada adorno y Luqui lucía dos. ¡40 Euros en pinzas perrunas! Creo que ese es el presupuesto que llevo yo invertido en mis 37 años. ¡que va, no llega ni a 30!

Y como no, también había anécdota sobre los clips. Aparentemente ya había tenido que reponer uno, porque el anterior se lo había robado una mamá del parque, que aprovechó los juegos de su hijito para despistar a la Luqui-dueña y hacerse con uno de esos apliques de swarowsky. Me quedé con las ganas de saber si la ladrona de clips para perros huyó a la carrera o utilizó la táctica del despiste.

A estas alturas yo ya me hubiese tragado cualquier historia que me hubiese narrado esta mujer, que cada vez me hacía pensar más en Mari Carmen y sus muñecos. Seguro que también llevaba un pato dentro del transportín y estaba esperando a que me despistara para sacarlo y comenzar con otra retahila de historias increíbles. ¿sería ventrilocua?

Pero llegó mi parada y aproveché para devolverle educadamente el perro. El cual ella depositó amorosamente en la mochila asiéndole por un collar de piedras brillantes que seguramente albergaba otro cuento de hadas.

Me levanté y tuve que preguntarle por su nombre, ya que sabía el de su perro, incluso el de su amiga copiona, pero no el de ella.

Ella es la Mari.
La Mari no dice la palabra «chuche» delante de Luqui porque sino éste la reclamaría vehemente. Es decir, meándose.

Lo que no sabe la Mari es que Purina vaporiza con feromonas caninas todas sus nuevas mochilas para perros.

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