las cosas de la vida, las cosas del querer

Hoy he empezado una dieta depurativa y estoy algo mística. Debe ser la combinación de la avena y la fruta que corre por mis venas ahuyentando el colesterol malo y equilibrando los niveles de glucosa de mi organismo.

Aunque no pueda ser, porque tan sólo llevo unas horas. Debe ser el poder de mi mente. Ese mismo que tendré que sortear de aquí a unas horas cuando reclame vehementemente su porción de chocolate.

Llevo unos días pensando en realizar un ritual de agradecimiento a la madre tierra porque me siento agradecida por muchas cosas. Me siento llena por muchos pequeños hechos que hacen de mi día a día algo único e intransferible.

Viernes pasé la noche en el nuevo hogar de mi madre. Pude dormir en una habitación que tiene allá preparada para invitados. Los muebles me son familiares porque los heredó de mi piso. Las sábanas son mías y de mis sobrinos. Así que dormí entre viejos conocidos.
Poder compartir ratos y techo con mi madre me da una paz de espíritu que jamás había experimentado. La espada de Damocles ya no se cierne sobre nosotras y la tranquilidad que eso nos da es estupenda, genial, reconfortante.

El sábado por la mañana lo pasé haciendo compras generales para la casa y sobre todo, para la dieta depurativa de esta semana. Me encanta comprar en la frutería, en la carnicería, en el super en el que me conocen desde hace años. Me encanta poder llevar a cabo tareas cotidianas sin prisa. Me encanta que me pregunten por mi madre y que yo pueda responder que está genial.

Y al llegar de nuevo a Mataró, el yo quedó aparcado para llenarse de ellos. Y pienso que ser la «madrastra» es la mejor opción para las mujeres que como yo, han optado por no tener hijos. Porque disfrutas de estos niños sin la comidas de olla de una madre, sin la responsabilidad, sin la incertidumbre, sin la mala conciencia, sin tener a unos okupas perennes en tu cabeza. Y ellos te regalan una visión nueva del mundo, divertida, ocurrente, dulce, pero sobre todo, todo esto ocurre en un espacio de tiempo concreto. Esto es muy importante, porque deshacerme de mí para llenarme de ellos no es algo que podría hacer siempre ni continuamente. Ni podría ni quiero. Pero hacerlo a tiempo partido me parece ideal.

Estoy por promover los divorcios entre parejas mal avenidas para que así otras mujeres puedan disfrutar de niños y éstos no tengan que vivir bajo el mismo techo que sus progenitores, que perdieron la razón de estar juntos entre el Nesquick, los pijamas de superhéroes y un sinfín de papeles dibujados.

Y me encanta poder estar sola con estos niños. Ya me pasaba con mis sobrinos, que prefería estar con ellos sin sus padres porque entonces es cuando sale a la luz su verdadera esencia y no el papel que interpretan bajo la supervisión paterna. Te explican sus historias, sus anécdotas, sus sueños y con ellos te transportan a un mundo lejano a este, lejos de la crisis, de la venta del piso, del tener que trabajar para mantener el ritmo de vida. Te llevan a un mundo que aún siendo el mismo que el tuyo es completamente nuevo.

Y a veces cansan porque tienen más energía que 100 centrales eólicas juntas, pero eso no es su culpa, sino nuestra, por no saber seguirles el ritmo. Y a veces te dejan sin palabras porque no tienes soluciones a sus inquietudes, pero eso tampoco es su culpa, sino nuestra, por haber olvidado pensar con su ingenuidad.

A veces me oigo diciéndoles que hagan esto o aquello y que sobre todo, que no hagan aquello otro y pienso que deben estar hasta las narices de que los mayores les digan todo, todo y todo lo que se espera de ellos. Si es que somos unos pesados y unos egoístas al intentar convertirles a nuestro mundo de adultos.

Sentarte con ellos un rato en el sofá o abrazarles antes de dormir carga las pilas y compensa todo lo que haya podido pasar durante el día.

Durante ese día en concreto que has pasado con ellos.

Porque he de reconocer que no cambiaría mi libertad por la maternidad. Me gusta compartir mi vida con estos pequeñajos, pero siempre sabiendo que habrá un retorno a mí.

Y cuando vuelvo a mí, es cuando me dejo caer en el sofá y me asaltan mis dos gatunos, reclamando su porción de mimos. Y me avergüenza reconocer como quiero a estos dos peludos. Les quise desde el primer momento que les ví en casa de Ana, pero con los meses se están convirtiendo en una parte más de mí.

Al dormir en casa de mi madre me dí cuenta qué vacío se me hace un hogar sin el sonido de sus patitas en el parquet. Y entonces pienso que es mucho mejor que no haya tenido niños, porque hubiese sido demasiado protectora y acaparadora. Porque si ya soy insoportable con mis mininos ¿cómo sería con hijos propios? Sería como aquella cuñada mía, que le decía a su hijo «¡Mira, qué guapo mi neneeee!»
Y el nene tenía 23 años y se le caía la cara de vergüenza.

Y llego al final de la jornada. Llega el momento de ir a dormir y de abrazar a mi compañero en toda esta aventura y entonces pienso que no se puede estar más completa.
Queriendo a gatos, niños y mayores.

Qué sencillo ¿no?
Pero ¡qué complicado!

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